sábado, 28 de marzo de 2009

LA GENERACIÓN DEL SETENTA/ CÉSAR TORO MONTALVO

Zeìn Zorrilla, Enrique Verástegui. Armando Arteaga:
Escritores de la Generación del Setenta.


La Generación del Setenta (*)

Escribe César Toro Montalvo.

Producida la Generación del 70, precisamente aparecen los movimientos rupturales, destacando el Movimiento Hora Zero, Movimiento de Poetas Mágicos del Perú; en menor escala el Grupo Gleba, Estación Reunida, Grupo Cirle y La Sagrada Familia. De todos ellos, Hora Zero, entregó a la poesía peruana aquellos temas provenientes de la calle, la jerga cantinera, el coloquialismo, la poesía pa­rricida e iconoclasta. Virtualmente el Movimiento Hora Zero fue sin duda uno de los grupos de vanguardia más destacados de las últimas décadas. Los años 70 coincidió con el Golpe Militar de Juan Velasco Alvarado y la "era" de los genera­les. Sus poetas se entregaron con fe y pasión a la poesía coloquial, experimental, caleidoscópica, mágica y visual. Esta generación apertura además una amalgama de alta poesía vanguardista de todo orden y estilo; surgiendo además individuali­dades significativas de repercusión latinoamericana. Tampoco aquí en este acápi­te entraré a hablar con precisión las características en cada caso. Sólo enunciaré las obras y nombres más visibles o sobresalientes: Jorge Pimentel en Kenacort y Valium 10 (1970); Enrique Verástegui en En los extramuros del mundo (1971); Manuel Morales con Poemas de entrecasa (1969); Armando Rojas en Bosques (1973); Omar Aramayo en Axial (1975); Abelardo Sánchez León en Rastro de ca­racol (1977); César Toro Montalvo en Especímenes (1977); Tulio Mora en Mitologías (1977); José Luís Ayala en Poesía para videntes (1988); Juan Ramírez Ruiz en Vida perpetua (1978); Mario Montalbetti en Perro mundo, 31 poemas (1978); José Morales Saravia en Cactáceas (1979); Carmen Ollé en Noches de adrenalina (1981); Max Dextre en Fruta de nieve (1979); José Rosas Ribeyro en Curriculum Mortis (1985); José Watanabe en Álbum de familia (1971); Carlos Zúñiga Segura en inauguración de la ausencia (1979); Pedro Cateriano en La siesta del haragán y otras indiscreciones (1978); Arnold Castillo en Alardes & de­rramas; Gustavo Armijos en Celebraciones de un trovador (1977); Rafael en Es­tambres (1980); Feliciano Mejía en Poemas racionales (1971); Elqui Burgos en Cazador de espejismo (1971); Armando Arteaga en Callejón sin salida (1986); Heinrich Helberg en Juegos para soñar (1972); Jorge Nájar en Malas maneras; Ricardo González Vigil en Silencio Inverso (1978); Carlos Orellana en La ciudad va a estallar (1979); Alfonso Cisneros Cox en Lomas (1981); Juan Carlos Lázaro en Gris amanece la urbe del hambre (1987); Luís La Hoz en Primer incendio (1977); la poesía hasta ahora inédita de María Emilia Cornejo y Aidé Romero en Palabras para iniciar una despedida. También en la poesía del 70 podríamos mencionar otros nombres que deben confirmar sus aciertos (¿será posible?), me refiero a Oscar Málaga, Ana María Gazzolo, Siu Yun, Patrick Rosas, Edgar O'Hara, Jorge Espinoza Sánchez, Humberto Pinedo, Manuel Pantigoso, Enriqueta Belleván. Mito Tumi, Pedro Granados, Vladimir Herrera, Tarsicio Navarro, José Cerna. Walter Márquez, Róger Contreras, Enrique Solano, Javier Huapaya y Julio Carmona, entre otros.


(*) Publicado en”Breve Historia de la Literatura Peruana”, Estilo y Contenido Ediciones, Primera Edición, Lima, 1989.

LECCIÓN DE GEOGRAFÍA/ ROSELLA DI PAOLO

Lección de Geografía
Por Rossella Di Paolo

Hace unos días se presentó en la Alianza Francesa de Mira flores: Geografía Inútil, el último libro del poeta Luís La Hoz. En la Foto: Editor de Estruendomudo, Luís La Hoz, y Rosella Di Paolo.
Los breves poemas de Geografía inútil podrían parecer anotaciones hechas al paso en el dorso de una postal, en el mostrador de un hotel o en la mesita plegable de los aviones. Esa levedad o velocidad, no obstante, es engañosa. Los trazos son tan firmes y exactos que prueban que una vida larga y un trabajo minucioso hicieron lo suyo bien, para que esas tintas soltadas como al acaso cayeran sobre los papeles con la concentración del café molido y pasado sin pausa y sin prisa. Los versos que sobrevuelan la entrada del libro ("Este no es el mar de Ulises, / Por qué tendría que serlo") nos proponen un viaje a espaldas de la épica; un viaje, más bien, de cara a una geografía doméstica y esencial, donde la cartografía estricta pasa a segundo plano, pues todos los lugares son el mismo lugar, todos los lugares somos nosotros mismos; de ahí, posiblemente, lo de "geografía inútil". E "inútil" quizá también porque todo gesto humano lo es, porque todo hombre, en palabras de Sartre, qué es sino una "pasión inútil"."Así es mi canción. Escúchala", escribió Luís La Hoz en una obra anterior, y, como entonces, las palabras de este nuevo libro se entregan con la misma generosidad, sin aspavientos; limpias, claras y desinteresadas de sus consecuencias. Cómo no recordar aquí, por ejemplo, la sorpresa reflejada en un verso ya entrañable: "Y la muchacha me amó como si yo fuese alguien".En la primera parte, avanzamos por lugares que aparecen en los atlas de todos, pero cuyas memorias de amigos y amores hallados o perdidos, solo pueden estar en un atlas personal. Periplo circular que parte de, y retorna a, Perú, pasando entre países varios. Si volviésemos al mito: un viaje de Ítaca a Ítaca, y el mundo en medio; pero quién querría volver al mito, o, "por qué tendría que hacerlo"."Amado viejo, aquí estoy" dice el poeta que baja al mar para saludarlo. Es en San Andrés, punto desde donde inicia esta travesía física y metafísica; espacio para el recogimiento y el rito. En clave de afecto o de ironía, las ciudades revisitadas a continuación ponen a circular también términos característicos de viajes y viajeros (habitaciones de hotel, itinerarios, climas), pero casi imperceptiblemente, quizá porque su prioridad es marcar estados de ánimo, no espacios o hechos objetivos. En la siguiente sección: dos espléndidos retratos de infancia y juventud, países también a su manera. En el primero, unas lecciones de piano sin esperanza. En el segundo, en cambio, un homenaje a Henry Miller. La juventud feliz y turbulenta, evocada ante su fotografía, produce dolor por el tiempo pasado, pero ese mismo tiempo puede, a la vez, apaciguar. De ahí que leamos: "Cierto velo sepia / Por fin / Me permite contemplarlo". Hermoso verso que condensa la atmósfera del libro: una nostalgia hecha de sabiduría, y aun de afilado humor, pero nunca de amargura. Como en el haiku de Koyu-Ny: "Las flores han caído, / ahora nuestras mentes están / tranquilas".Y es que la adolescencia y juventud vividas en todo el fuego de su belleza y perplejidad, dejan en la madurez un resplandor nunca apagado, un "antiguo ardor" muy semejante a la serenidad.


Poeta Luís La Hoz, con bufanda roja contra el invierno...

10 AVES RARAS DE LA POESÍA PERUANA/ LUÍS LA HOZ

10 AVES RARAS DE LA POESÍA PERUANA*
Por Luís La Hoz
Antología de 10 poetas peruanos editada por el Fondo Editorial Cultura Peruana.

Creo que a estas alturas es irrelevante señalar cuáles poetas marcan nuestra tradición. Es irrelevante, de igual manera, nombrar virtudes y los vicios de los trabajos antológicos. Sin embargo, las virtudes y los vicios apasionan siempre y las antologías y los antóloga dores seguirán apareciendo, pasión de por medio, pasión por la poesía, obviamente. Esta antología que tengo entremanos proviene, entonces, de mi pasión por la poesía.

Todo comenzó por los años finales de la década de los setenta. Una mañana entré a una librería de viejo, en la calle de San Carlos, frente al local de don Juan Mejía Baca. Husmeando entre anaqueles y rumas sobre el piso, encontré un pequeño y gris libro de poesía. El título, atrayente. El autor, desconocido. Luego de leerlo y ante su evidente calidad, busqué información en nuestra historiografía literaria. Los resultados fueron magros. Allí nació la idea.

Fui descubriendo y juntando a una serie de autores que, dentro del concierto de nuestra poética, me provocaban una sensación como de pájaros solitarios, de aves que de repente volaron una sola vez y no regresaron más; o que tal vez continúan volando pero en espacios extraños, tan cerrados que pareciera que no existen.

Sin embargo, sus vuelos sí existen y han quedado registrados en uno o dos libros, en alguna plaquette desleída ahora por el tiempo.

Estos poetas pertenecen, por supuesto, a nuestra tradición, se pueden rastrear sus vuelos, identificar sus posibles filiaciones. No obstante, cada uno de ellos es único, extrañamente único, valga el adverbio. Extraños por sus temas, extraños por sus estilos, extraños tal vez por sus rasgos biográficos.

¿Y quiénes son?. Vicente Azar, Augusto Lunel, Pedro Gori, Walter Curonisy, Juan Bullita, Guillermo Chirinos Cuneo, Patrick Rosas, Enriqueta Belevan, Oscar Aragón y Armando Arteaga.

Acepto que podrían ser más de 10 los incluidos en este trabajo. Por ahora. Y a guisa de invitación para los lectores, para que compartan la sorpresa y el privilegio, quedémonos con esta decena de poetas peruanos leyendo algunos de sus textos. De esto se trata finalmente.

Luís La Hoz 2007.
Luís La Hoz y Oscar Aragòn, poeta antologador y poeta antologado: en 10 Aves Raras de la Poesía Peruana.

*Este libro “10 Aves Raras de la Poesía Peruana” se presentó el jueves (26-04-2007) a las 7:30 p.m. en la Casa Museo Ricardo Palma (Gral. Suárez 189- Miraflores). Editado por el Fondo Editorial Cultura Peruana que dirige el poeta Jorge Espinoza Sánchez. Diseño y diagramación: Jorge Luís Tasayco Altuna.


http://www.poesiabogota.org/l_lhoz.html
http://www.peru21.com.pe/P21Impreso/Html/2007-04-26/ImP2Cultura0713344.html

PÁJAROS SUBTERRÁNEOS, AVES RARAS/ ABELARDO OQUENDO

Inquisiciones.
Diario La República: Página Cultural Martes 06/05/2007

Pájaros subterráneos, aves raras
Abelardo Oquendo.

Hace un par de meses se mencionó en esta columna a esa enorme masa de escritores ileídos que preocupan a Margaret Cohen, esas decenas de miles de novelas producidas en el siglo XIX y en Gran Bretaña que "nadie ha leído ni leerá jamás", según calcula Franco Moretti. Nadie, para Moretti, significa aquí ninguno cuya opinión cuente, esto es: capaz de inscribir un autor o un libro en el establecimiento literario. Porque fuera de él no hay sino el extenso olvido donde están sepultados los escritores muertos junto a sus libros muertos.
En esos ‘grandes cementerios bajo la luna’ han empezado a hurgar recientemente, en nuestro medio, Carlos Carnero, Gonzalo Portals y Rubén Quiroz, quienes en 2006 publicaron Los otros, volumen en el cual rescataron a cuatro poetas infrecuentes en las antologías: Mercedes Delgado, Luís Berninzone, Augusto Lunel y Guillermo Chirinos Cúneo, un poemario de cada uno. "Bandada de pájaros subterráneos" los llamaron en su texto introductorio.
En estos días otro poeta, Luís La Hoz, ha reunido en un tomo, editado por Cultura Peruana, a 10 aves raras de la poesía peruana, de cuya obra nos ofrece una selección. Como en el caso anterior se trata de poetas de circulación menor, si bien no todos excluidos de las antologías. Ellos son Vicente Azar, Augusto Lunel, Pedro Gori, Walter Curonisy, Juan Bullita, Guillermo Chirinos Cúneo, Patrick Rosas, Enriqueta Bellevan, Óscar Aragón y Armando Arteaga. Como se puede ver, algunas de estas aves –exactamente cinco– son más raras que la otra mitad. Pero al paso que vamos y si los rescatistas, recíprocamente, no toman más en cuenta el trabajo que sus afines han emprendido, habrá quienes pierdan pronto su condición subterránea o su rareza. Guillermo Chirinos Cúneo y Augusto Lunel despuntan como susceptibles de eso. En buena hora; aunque no faltará algún maligno por ahí que levante los hombros y diga que los muertos desentierren a los muertos.
No es así. En lo que respecta a Carnero, Portals y Quiroz la morbidez parece serles ajena: llenos de vitalidad anuncian el segundo volumen de Los otros, con Fernando Quíspez Asín, Carlos Alfonso Ríos, Rafael Méndez Dorich y Manuel Mejía Valera. Y en cuanto a Luís La Hoz, al margen de su cacería de aves más o menos raras, es un poeta activo y en plena y madura producción.

viernes, 27 de marzo de 2009

LUÍZ LA HOZ: EN EL PERÚ HAY POETAS INVISIBLES Y TALENTOSOS

Luís La Hoz: "En el Perú hay poetas invisibles y talentosos"

Por Gonzalo Pajares Cruzado
Peru21, Lima 26/04/07


El Perú es una tierra fértil para la poesía. Tenemos grandes poetas, muchos de ellos olvidados. El poeta Luis La Hoz quiere recuperar el legado de algunos.

¿Cómo nace esta antología?
Una mañana, caminando por la calle de San Carlos, entré a una librería de viejo. Husmeando entre los anaqueles, encontré un librito gris que se titulaba Los puentes, editado en México, en1937, y que, como única información de su autor, decía: Augusto Lunel, peruano. Lo abrí, era bellísimo, con ilustraciones de Leonora Carrington. Me quedé sorprendido. Seguí husmeando y encontré la plaqueta Idiota del Apocalipsis, de Guillermo Chirinos Cúneo. A pesar de ser un buen lector de poesía, yo no los conocía. Sus poemas eran extraordinarios. Han pasado 30 años y al fin he podido reunir sus textos.

¿Por qué no aparecían estos autores en las antologías de poesía peruana?
Por varias razones, entre ellas por lectores que no supieron apreciar su calidad, por sus particulares personalidades, porque algunos salieron temprano del país. Además, estos diez poetas tienen otras particularidades: publicaron poco y tienen poca o ninguna referencia en antologías. Quizás Vicente Azar, Augusto Lunel, Patrick Rosas y Pedro Gori tengan alguna. Óscar Aragón publicó un libro, el de Chirinos Cúneo, poeta esquizofrénico a quien conocí, lo editó su familia. Son presencias invisibles en nuestra poesía. Son poetas oscuros, talentosos, de extraño comportamiento. Aves raras, al fin y al cabo, que no figuran en nuestra historiografía literaria.

¿Somos ingratos y malos lectores?
Creo que no. En este caso, su actitud, su personalidad y su poca producción afectaron su 'reconocimiento'. Además, están unidos por un 'dorado' hálito, único, misterioso e inexplicable.

¿Estuvieron inmersos en alguna corriente literaria?

Nuestras raíces poéticas están fundamentadas en Eguren, Vallejo, Adán y Westphalen. Estas 'aves raras' tienen algunos rasgos de ellos pero, si algo los distingue, es su libertad creativa. Están al margen de influencias, son poetas particularísimos. Por ejemplo, Armando Arteaga -un personaje entrañable- es un maravilloso vanguardista cuyos poemas son joyas literarias.

Quienes han leído a Enriqueta Belevan -que figura en esta antología- señalan que es una poeta mayor.
Primero diré que su actitud de recogimiento, de vivir secretamente -es una dedicada profesora de flauta-, me parece muy honesta. El valor de su poesía está en su eficaz y hermosa economía de palabras combinada con un lenguaje coloquial. Ese es su gran hallazgo. Es una azucena que, a veces, camina por las calles de San Isidro.

¿Y Chirinos Cúneo?
Fue un gran poeta enfermo mental.

¿Qué tan cerca está la poesía de la locura o de esa lucidez extrema parecida a la insania?
La poesía tiene gatillos extraños que lindan con la locura o con la absoluta sensatez. Muchas veces, el poeta necesita estos arrebatos para crear. Esto nos distingue de aquellos que escriben versos, pero que no son poetas.

¿Todo poeta es un rara avis?
Valery decía que el poeta, al mirar por su ventana, tenía que escoger entre el vaho y el polvo o lo que hay detrás de la ventana. Esa lucidez es inherente a un verdadero poeta, quien debe botar al tacho el 95% de lo que escribe, nunca dejar de leer ni de observar las calles con su lucidez... o con su locura.

martes, 24 de marzo de 2009

DIEZ AVES RARAS EN EL OSCURO CIELO DE NUESTRA POESÍA/ JUAN CARLOS LAZARO

Una singular antologia
DIEZ AVES RARAS EN EL OSCURO CIELO DE NUESTRA POESÍA

POR JUAN CARLOS LÀZARO




Con “10 Aves raras de la poesía peruana” (Fondo Editorial Cultura Peruana), Luís La Hoz ha intentado un trabajo de recuperación de algunas voces supuestamente postergadas del parnaso nacional, pertenecientes a diferentes generaciones, pero en su mayoría a la polémica Generación del 70, de la cual también proviene el antologista.

Los poetas seleccionados son Vicente Azar, el único de esa tan venida a menos promoción de los años 30; Augusto Lunel y Pedro Gori, de la del 50; Walter Curonisy, de la del 60, y de la del 70 Juan Bullita, Guillermo Chirinos Cúneo, Enriqueta Beleván, Patrick Rosas, Óscar Aragón y Armando Arteaga.

Según el antologista, con el término de “aves raras” ha querido referirse a “una serie de autores que, dentro del concierto de nuestra poética”, provocan “una sensación como de pájaros solitarios, de aves que de repente volaron una sola vez y no regresaron más; o que tal vez continúan volando en espacios extraños, tan cerrados que pareciera que no existen”. La definición, como se aprecia a primera vista, es contundente y nítida y en ella bien cabría el 50 por ciento de los poetas peruanos.


Marginales
Poeta La Hoz
En consideración de este último aserto, precisamente, los autores que más impresionan por el extremo “secreto” en que se ha mantenido su obra –pese a su evidente calidad– y la marginalidad de sus vidas respecto a los cenáculos literarios, vienen a ser Lunel, Gori, Curonisy, Beleván y Aragón. Lo lamentable es que el antologista no ilustra en absoluto sobre sus casos ni intenta ninguna explicación respecto a este “olvido de sí mismos y de los demás”, desaprovechando así una magnífica ocasión para introducir al lector en el oscuro horizonte en que vuelan esas aves raras.

Lunel, por ejemplo, fue un surrealista que en algún momento mantuvo vínculos internacionales con artistas de su misma estirpe, pero cuya depresión lo llevó de a pocos al apartamiento total. Gori, seudónimo de Rodolfo López Ródenas, sufría las mofas de sus compañeros sanmarquinos, que lo descalificaban como poeta y lo llamaban no Pedro Gori, sino Pedro Gorila. Curonisy es autor de una alucinante oración a Allen Ginsberg y, después de su etapa de beatnik, ha construido y atiende un hotel en un paraje edénico de Trujillo. Beleván, mujer de impresionante belleza salida verdaderamente de una pintura antigua, discurre por las apartadas calles sanisidrinas vestida rigurosamente de negro. Y Aragón cumple desde el anonimato citadino, en la administración de un restaurante de Lima, con “los olvidos” prometidos en su único libro de poesía.

Buena elección

Lo que está fuera de discusión, en cambio, es el buen gusto con que se ha realizado la selección de los poetas y de sus poemas. Son los que ha escogido el antologista con criterios muy personales, pero no equívocos. ¿Faltan otros? Desde luego que faltan muchos, como lo reconoce el propio La Hoz, cuyo libro también es una invitación a proseguir la tarea de volar por los cielos desconocidos de nuestro parnaso al rescate de otras deslumbrantes aves raras.

Por todas estas razones el libro que comentamos no sólo se justifica, sino que se hace necesario. Es parte de esa imprescindible revisión del proscenio poético peruano –reconocido como uno de los más valiosos de la lengua castellana–, pero por ahora todavía superpoblado no de aves raras, sino de aves de carroña, por obra de ciertas hegemónicas e impunes aves de rapiña.

http://www.expreso.com.pe/edicion/index.php?option=com_content&task=view&id=2946&Itemid=37

Pagina Cultural. Diario Expreso, sábado, 02 de junio de 2007.

LA POESIA SUSTANCIAL DE ARMANDO ARTEAGA/ JUAN FÉLIX CÓRTEZ ESPINOSA

ARMANDO ARTEAGA: LA POESÍA SUSTANCIAL
POR JUAN FÉLIX CÓRTEZ ESPINOSA
El libro de poesía “Terra Ígnea”, del destacado poeta peruano Armando Arteaga, es una entrega original, en primer lugar por la forma y el fondo, en segundo lugar por el espacio y el tiempo, donde la palabra poética perpetúa una existencia indiscutible y valorable y en tercer lugar por tener una búsqueda constante, característica de los poetas trascendentes y que han logrado con alegría y sufrimiento, genio y talento una obra, permitiéndonos hallar y encontrar la misión sagrada de un buen creador, que posee fe, inteligencia y un sentido profético.

La poesía de Arteaga, es una revelación, porque expresa verdades, un rico conocimiento de la experiencia y de la vida, paradigmas e intuiciones, su poesía es la lucha interior de un poeta frente a su propio destino, donde la condición humana está latente en las profundidades del espíritu, libre y batallador “Terra Ígnea”, es un libro de poesía publicado por la prestigiosa “Lluvia Editores” que dirige el reconocido intelectual, poeta y animador cultural Esteban Quiroz, que con su experiencia ha obtenido renombre internacional y gracias a su persistencia, a su capacidad y dinamismo; al poeta cajamarquino lo conozco hace muchos años, y en el Perú es una institución en el ámbito editorial. La obra consta de cinco partes e incluye 39 poemas bien estructurados, la ilustración de la carátula le pertenece al artista Armand; la fotografía es de Alina Jara y la edición está a cargo de Marcela Cornejo. La vida cotidiana, las vivencias más resaltantes y hondas, las observaciones pertinentes a partir del análisis, de la crítica, las ciudades, y las calles, la realidad hostil, el amor imperecedero a la mujer de toda una vida, el encanto y el desencanto de los días y de los años, la música que se extiende por la noche, los parques, las playas, el mar, el tiempo que se ha marchado a otra parte, los vientos, el agua, el puerto, la lluvia, la arquitectura, los recuerdos, los instantes amatorios, la dialéctica de la farsa, la resonancia de un sentimiento que jamás se acabó y la poesía que se mantiene intacta, jubilosa y eterna, la santa tierra de Piura que alberga la identidad y los dioses tallanes. Las mentadas puestas del sol, los olvidos, que nunca serán encontrados, la poesía, siempre la poesía, como una hembra libre, desprejuiciada, tenaz con su libertina lucidez para entrar desnuda y atrevida, y el amor otra vez, doliéndonos y el sexo impertérrito; y el conocimiento con sus luces alumbrando al poeta, caminante, el hombre en la cima de su propio sufrimiento, el otoño y la contemplación de la naturaleza, los poetas, los músicos, los pintores incrustados como huellas en esta poesía amorosa, asimismo lacerante, los suburbios, el capitalismo, el socialismo, la ciencia, el arte, la religiosidad, la soledad, la angustia, el silencio, la cultura más occidental, el lejano oriente, mirando de vez en cuando.

*Juan Félix Córtes Espinosa. Escritor peruano nacido en Sullana. Estudió en las Facultades de Letras, Ciencias Económicas y Derecho de la Universidad Nacional de Trujillo. Tiene estudios superiores de Periodismo en Trujillo y Pedagogía en Piura. Ha publicado 9 libros de poesía; 3 libros de cuentos; varias plaquetas de narrativa, 3 tomos de la colección "La Memoria de la Escritura": Ensayos - Entrevistas Crítica Literaria. Fundó la Casa Internacional de la Cultura que lleva su nombre y el Grupo RUNAKAY. Además, ha organizado 20 Festivales Internacionales del Arte y la Cultura en el Perú y diversos países de América Latina. Es autor de la novela "Los Olvidos Encontrados"; que son ensayos sobre artistas plásticos y ha obtenido 2 Premios Nacionales de Poesía. Actualmente dirige la Revista "Lo Que Importa es el Hombre", fundada en el año 1986.

Fotografía: Archivo Sol negro
(Armando Arteaga, con el maestro André Coyné)


viernes, 20 de marzo de 2009

PURUCHUCO/ JORGE EDUARDO EIELSON


Puruchuco*
Jorge Eduardo Eielson


Mi primera reacción cuando fui invitado a escribir este texto fue de perplejidad. Por dos razones: la primera, porque nunca antes me había ocupado de cuestiones arqueológicas —a pesar de mi vieja pasión por la materia— quizás debido a un comprensible respeto por una disciplina tan vasta y compleja; la segunda, porque precisamente durante mi retorno al país, después de una ausencia que ya suma décadas, había sentido por primera vez la necesidad imperiosa de «decir algo» yo también sobre esa fabulosa dimensión subterránea que constituye quizás nuestra verdadera patria. Ante la alternativa, no me quedó más remedio que resolverme a favor de este texto. Pero de inmediato, una pregunta se me presentó nítidamente en el espíritu: ¿Qué podría decir yo de Puruchuco? ¿Qué podría agregar a cuanto ya se sabía y había sido tan bien esclarecido —hasta donde los conocimientos actuales lo permiten— por la inteligencia, el estudio y el amoroso empeño de arqueólogos y estudiosos de arquitectura prehispánica? ¿Emitir un juicio puramente estético, desde una angulación contemporánea, coma corresponde a la óptica de un artista de nuestra época? ¿Por qué no? Pero ¿sería suficiente, y tendría acaso validez histórica una pura aproximación estética, tan sólo por ser fechada en 1978? El tema me parecía demasiado amplio para que alguien pudiera lanzar caprichosamente su propia opinión, prescindiendo de los necesarios fundamentos requeridos por la materia. Sin embargo, otras verdades fueron para mí muy claras al mismo tiempo. Cuántas veces, visitando algún museo, europeo o local, alguna colección pública o privada, o simplemente un anticuario, había constatado con euforia que mis propias apreciaciones sobre la autenticidad, época, cultura, autor o nivel cualitativo y estético de ciertas piezas coincidían —e incluso, a veces, iban más allá— de las de las expertos más o menos oficiales. La euforia —claro está— no era debida a un banal orgullo, sino a la profunda alegría que me causaba el reconocimiento inmediato de una entidad histórica y artística. La intuición poética, ciertamente, me ayudaba mucha en ella, y no pretendo negarlo. Una larga experiencia, conjuntamente con mi formación artística, igualmente. Pero para formular la más leve teoría o emitir el más mínimo juicio de valor, era necesario poder sustentarlo sobre bases antropológicas y arqueológicas que yo no poseía. No bastaba mi conocimiento directo del lugar, por cierto, ni el de los demás sitios arqueológicos por mí visitados, ni las muchas lecturas que durarte años he frecuentado sobre la materia, ni mi añejo amor por los objetos arcaicos prehispánicos. Prueba sea mi despertar en ese terreno, hacia mediados de las años cuarenta, apenas cumplidos los veinte años, cuando comencé a recoger algunos textiles que me deslumbraron por su perfección y misteriosa belleza. Y pruebas mayores sean aún las de la distancia y el tiempo; después de treinta años de ausencia del territorio natal, mi curiosidad y mi deleite siguen intactos, e incluso han despertado otras zonas de mi conciencia y provocado una profunda inquietud ancestral. En una palabra, ya no contemplo las huellas de nuestro pasado desde una determinada distancia, temporal o espacial, sino que trato de colocarme inmediatamente en el nivel de las mismas. Ya no soy el fruictor individual que consume/devora los restos de un grandioso festín al cual no ha sido invitado. No son solamente los muros ciclópicos, los increíbles sistemas de irrigación, los fastuosos atuendos, los refinados ceramios o la textilería —cuya variedad y hermosura no han terminado de asombrarnos— los que solicitan toda mi atención. Si bien ello sigue siendo traza indeleble a través del tiempo, es sobre todo su calidad de signo la que más puede acercarnos a la nuez del enigma, y por lo tanto procurarnos una mayor emoción estética.


 
Si consideráramos estos restos como los signos materiales de un lenguaje desconocido, nuestra percepción y conocimiento de las culturas prehispánicas quizás se iluminarían con una luz diferente. Si aceptamos la genial intuición borgiana del lenguaje como doble del universo, podemos también —haciendo la operación inversa— considerar los petrificados reinos antiguos como dobles del lenguaje. Si tenemos en cuenta, además, que tan brillantes culturas aparecen, florecen y mueren sin dejar trazas de una lengua escrita, se hace plausible una teoría que clasifique y ordene los restos antiguos con criterio semiológico (1). De otra manera, tales restos seguirán escapando a nuestra comprensión, a nuestros inmóviles patrones mentales. Y por cuanto dicho método sea ciertamente la quintaesencia del pensamiento occidental, sería sin lugar a dudas la primera vez que una disciplina de este tipo conjugaría la computadora electrónica con la más intrincada simbología del vestuario, la alimentación o las costumbres funerarias en las sociedades prehispánicas. La mayor tarea, claro está, sería el ordenamiento de los múltiples datos, subterráneos o no, surgidos directamente de la experiencia, hasta conformar ese alfabeto de base, ese código primordial que nos permita recuperar una sintaxis y una semántica perdidas.
 
Escribir sobre cualquier cosa es ya tomar distancia con respecto a la motivación de esa misma escritura. Entre el acto de escribir y el resto del existir hay la misma diferencia que entre el mapa y el territorio de que habla Korzibsky en su famoso «Ensayo de Semántica Generalizada». El primero no es sino el esquema del segundo (con todo lo que ello implica de congelado y virtual a un tiempo, bajo una altanera apariencia de seguridad y exactitud). La escritura supone siempre una agonía y ella es ciertamente la agonía de la humildad, en primer lugar. No hay comunicación posible sin servilismo de un lado y señorío del otro. Quien utiliza el pensamiento escrito —aún en su acepción más noble— para condicionar el pensamiento de los demás, comete una suerte de lento asesinato del pensamiento colectivo. La represión de la escritura por otra parte —que los escritores denuncian con legítimo derecho— no contradice esa aserción: se trata del mismo y único fenómeno, visto desde la domestica esquina del individuo que escribe. Ni en un caso ni en el otro brilla la famosa palabra libertad. Y la retórica de la libertad puede ser tan deletérea como su propia ausencia. Escribir —salvo en la transmisión de conocimientos racionales o informaciones concretas— es siempre, por lo tanto, una protuberancia del yo (en el mismo sentido de las protuberancias, llamaradas o manchas solares) que amenaza constantemente la existencia del pensamiento colectivo, satelizado por esta hinchazón privada que prolifera en proporción directa con la difusión de la imprenta. El auge del individualismo, a partir de la revolución gutembergiana, lo dice bien claro.

 
Escribir sobre Puruchuco es por lo tanto una de las tantas formas para conocerlo, aunque quizás la más mediatizada y alienante. Pero ¬conocer Puruchuco no es solamente trasmitir a un grupo de lectores una serie de informaciones, filtradas por la historia y por la documentación contemporánea, sobre su naturaleza arquitectónica y sus variadas funciones a través del tiempo. Por ello antes de seguir adelante, es necesario deslindar el territorio de la escritura acerca de esta edificación de los demás campos de conocimientos en que éste se manifiesta. A tal propósito he establecido los que me parecen, sus más amplios niveles perceptivos, y que he ordenado así: a) la PURUCHUCO VIVA, en el esplendor de sus múltiples funciones y la perfección de su estructura, como fue vista por primera vez por quien probablemente fue su encomendero: Miguel de Estete de Santo Domingo de la Calzada; b) la PURUCHUCO EN RUINAS, es decir antes de la consolidación y puesta en valor realizada por Arturo Jiménez Borja y sus amigos; c) la PURUCHUCO RESTAURADA, tal como la vemos hoy día y que se pues visitar desde 1961; d) la PURUCHUCO FOTOGRAFIADA, como aparee en la secuencia fotográfica de José Casals que se expone en este volumen; e) la PURUCHUCO ESCRITA, a que aludía al comienzo de esta reflexión, y que es la única que realmente me compete, pero que no puede ignorar el contexto «estratigráfico» en que se manifiesta integralmente.
Sobre la PURUCHUCO VIVA bien poco se puede decir, sin caer, justamente, en el nivel de la propia (o ajena) escritura. Con referencia a su nombre hallamos esta anotación de Arturo Jiménez Borja:
Puruchuco es nombre quechua y quiere decir «casco emplumado», sombrero de plumas o algo semejante. Pedro Cieza de León lo da a entender en su crónica «Del Señorío de los Incas», al describir en el capítulo VII el atavío de un joven participante en el ceremonial de la pubertad. Allí dice: «y encima se ponía un bonete de plumas cosido como diadema, que ellos llaman Puruchuco».

 
Y algo más adelante, refiriéndose a su función:
Puruchuco en sus primeros tiempos debió funcionar como una casa hacienda. Por la mañana su gran patio acogería a hortelanos y regadores en procura de órdenes del chacra camayoc o mayordomo. En las épocas de recolección quizás los peones presentarían al amo las primicias del campo, lo mejor de la producción. El gran patio pudo servir para hacer mercado. Mujeres de la orilla del mar traerían pescado fresco o seco para cambiar con fruta o ají de la parte alta del valle. De lo que hoy es San Mateo y Matucana debieron llegar rebaños de llamas con lana, mantas y ropa para trocar con camarones, algodón o fruta. Este espacio de la casa seguramente sirvió a propósitos de sociabilidad permitiendo no sólo intercambiar productos, sino también noticias, ideas y sentimientos. Pudo servir para hacer fiestas, reuniendo a las parentelas que vivían diseminadas por lo ancho del valle y permitir que los jóvenes se conocieran y se hicieran los primeros contactos transformados más tarde en lazos familiares duraderos. Así el patio debió de llenarse de órdenes, de voces rumorosas, de sones de fiesta, de risas y suspiros. También pudo servir de gran receptáculo de lágrimas en los funerales y las largas lamentaciones que les seguían. La casa toda, recogida al pie de la montaña, tiene en este gran patio un tímpano sonoro en donde la voz del hombre y de las flautas cobran claridad y transparencia no igualadas.

Acertada observación sobre una antigüedad que debió ser, en efecto, un espacio vivido con sencilla armonía, según refiere el padre Bernabé Cobo en su «Historia del Nuevo Mundo» Libro XIV cap. IV, cuando asegura que «en las fiestas principales comía en público todo el pueblo en el patio del cacique». Colocada así, a una distancia cronológica precisa, con fundación pre inca como casa de campo, villa o palacio campestre para gusto y regocijo de un señor yunga, Puruchuco afronta las vicisitudes de la historia modificando sus funciones, primero durante la expansión inca —cuando funge quizás de centro de distribución de una comunidad local— y luego, a la llegada de los conquistadores, cuando cae bajo dependencia del encomendero Miguel de Estete como guardiana de esas tierras que una vez fueran de sus propios hijos.
 
El drama de Puruchuco parece así consumado. La sombra de Pizarro cae sobre la espléndida morada hasta casi borrarla de la memoria humana y es un milagro que la noble sangre derramada en el Cuzco y Cajamarca no tiña sus paredes. El espectáculo verbal de la PURUCHUCO VIVA —apenas sustentado por algunos valiosos documentos— se cierra así dramáticamente, dando paso a una PURUCHUCO EN RUINAS apenas entrevista por ojos extraños. Pero estos vestigios han podido gozar de un privilegio raro: el de ser descubiertos inmediatamente —aunque su fecha de catastro sea anterior— por ojos sensibles y una voluntad predeterminada de rescate que ningún otro resto arqueológico de nuestro país ha tenido la suerte de conocer. 

Por ello mismo, nada o casi nada sabemos de su aspecto exterior en ese preciso momento, aparte de la modesta serie de fotografías que de ellos fueron tomadas. A este propósito hay que señalar la sutilísima y exacta diferenciación establecida entre la ruina y la restauración. Donde aquella termina —después de haber definido con nitidez su alto rango estilístico— y cede implacablemente ante las injurias del tiempo, comienza con sencillez el justo remiendo que la devuelve a nuestros ojos de manera plausible. Así los peligros del falso y de la torpe compostura han sido igualmente evitados. Pero la ruina —la venerable edad, la estirpe abatida— rezuma de otras verdades secretas que la oficialidad de la historia no consigna. Hay en ella como una película de tiempo acumulado, costra de antiquísimas heridas de¬ las que sólo parecen escapar algunos cántaros vacíos, y esos objetos eternos que son las esteras, puesto que la tradición artesanal de los antiguos peruanos no morirá nunca, a pesar de las feroces leyes consumísticas y la nivelación de las costumbres. Tales esteras retienen en la absoluta simplicidad de su forma y su materia toda la dignidad y la ternura de una raza. Que el episodio referido por Arturo Jiménez Borja nos sirva de ejemplo a este respecto:

 
En una página escrita por Pedro Pizarro se toma conocimiento de la importancia que estas esteras tuvieron en la antigüedad. Según el relato, estando frente a frente el Príncipe Atahualpa y Hernando de Soto en Cajamarca, el primero no se digna responder a los muchos parlamentos que le hace de Soto en nombre de Pizarro. Más llega un momento en que Atahualpa rompe su hieratismo de ídolo y violentamente enrostra a de Soto «el desacato que habían tenido en tomar unas esteras de un aposento donde dormía su padre Huayna Cápac cuando vivía». Atahualpa no le pide cuentas de los muchos y repetidos agravios recibidos de los españoles desde que entraron al país: el ranchear, el torturar a curacas y principales, el abrir en Caxas una casa de recogimiento y cometer la barbarie de entregar las muchachas a la soldadesca. Nada de esto rompe su aparente compostura. Será el reclamo de las esteras lo que turbe y agite al príncipe peruano. Es que las esteras estaban transidas de sentimiento. Por no haber muebles en la casa, sobre ellas se reposaba, se conversaba, se recibía amigos y parentelas, se jugaba con los niños, etc. Ellas representaban la alegría de la vida, el afecto compartido, la dulzura, la paz.

Así las bellas obras avizoradas por los cronistas fueron convirtiéndose en polvo. Durante siglos la casa en ruinas lanzó señales de alarma, como una nave hundida entre la verdura adyacente y la ladera de una seca montaña. Tales mensajes fueron finalmente captados en 1953.
 
La PURUCHUCO RESTAURADA, que actualmente podemos visitar, está situada a la altura del km. 4.5 de la carretera central, Distrito de Ate, Departamento de Lima, margen izquierda del río Rímac. Se trata de las mismas ruinas originales, amorosamente limpiadas, consolidadas y puestas en valor por el ya citado Arturo Jiménez Borja. Esta obra posee la modestia de las cosas que realmente hacemos con amor. El mismo autor confiesa su inexperiencia con orgulloso candor:

En verdad tuvimos que aprender mucho de los campesinos. Se aprendió a diferenciar tierras, a hacer barro, adobes, a enlucir paredes, a disponer pisos y hasta techar ambientes. Muchos de estos conocimientos los obtuve recorriendo la campiña y preguntando cómo se hacían las cosas. Cuando veía una pared de barro bien enlucida me detenía y obtenía del orgulloso propietario una magnífica lección. Los albañiles de Lima trabajan con yeso, cemento, cuarzo, etc. Desconocen las viejas técnicas. Los peones de que disponía eran oriundos de la Sierra y allí las técnicas son otras, en especial piedra y barro...

 
Toda esta humilde universidad del barro y de la tierra, de la «quincha» y del enlucido, ha sido necesaria para restablecer su esplendor a esta vieja morada (2). Porque si bien todo en Puruchuco denota calma y dignidad señoriales, también nos indica de manera cabal la satisfacción de un saber vivir con equilibrio las exigencias más íntimas, alternadas con las objetivas necesidades de los demás. La concepción misma de la casa señala y precisa este concepto: de un lado el gran espacio diurno, abierto y destinado a la vida en común, ni grandioso ni declamatorio, pero sí dotado de una armoniosa y quieta proporción; del otro, el espacio nocturno, cubierto, recogido sobre sí mismo y dividido en varias cámaras no comunicantes que aseguran una perfecta intimidad y reposo. Y todo esto diseñado con mano maestra, con variedad y simetría, con la ortogonal elegancia y la pureza de líneas de un Mondrian. La restauración restituye actualidad y vigencia a lo que el tiempo ha desfigurado, sin alterar su esencia. De otra manera todo ese perfume de verdad estaría perdido y ningún texto, foto u observación directa habría podido discernir la remota y feliz existencia de un grupo humano entre sus muros. Esta arquitectura indígena posee además la virtud de llenarnos de una tranquila alegría, debida quizás a su disposición horizontal. Al revés de las más importantes construcciones de occidente —señaladamente verticales y en contraste con el entorno natural— las edificaciones prehispánicas de la costa peruana despliegan sus volúmenes, rampas, pasadizos y murallas con la misma tranquila naturaleza de una cascada al borde de un valle sembrado de maíz y algodón. Todo un sistema de planos y graderías, de llenos y vacíos, de plataformas y superficies lisas y ásperas componen un universo de color tierra íntimamente ligado al ambiente y destinado al amor y a la convivencia con los demás. Ejemplo de solidaridad y de paz interior a un tiempo; Puruchuco tiene el muy humano privilegio de no haber servido a otra cosa ni a otro dueño que a su simple señor y habitante. A diferencia de otras construcciones de las costas del Perú —como la inmensa Chan Chan, el gran santuario de Pachacamac o el pequeño, inefable Huaycán, entre otros ejemplos— Puruchuco nos da la medida del antiguo peruano de la costa y nos pone en contacto con su dimensión cotidiana. Pueblo digno, paciente y dotado de una inagotable creatividad, hoy puede ya contarse entre las más fascinantes civilizaciones de la tierra. Pero si bien sus múltiples formas de expresión podrían ser suficiente para adjudicarse un lugar de relieve en la historia del hombre, ellas no son sino los signos reveladores de un pensamiento infinitamente más complejo y refinado de cuanto suponemos. Es en las raíces más arcaicas de estas culturas, en sus geniales elaboraciones matemáticas a partir de ciertos signos estelares, largamente observados y domesticados, hasta formar parte de su vida cotidiana; es en calidad de una visión cósmica diversa —que el racionalismo occidental no logra aún discernir— en donde reposa un ordenamiento tan preciso y esencial como el de Puruchuco. Ejemplo único de casa particular preinca restaurada, Puruchuco es ciertamente uno de los más perfectos ejemplares de esta arquitectura recuperada por la mano del hombre. Su rescate en todos los niveles incluye también el del objetivo fotográfico. La PURUCHUCO FOTOGRAFIADA por José Casals señala el ingreso de la tecnología moderna en el área de la mansión indígena, y la pone al servicio de estos venerables vestigios.
 
Si bien la fotografía más reciente tiende a constituirse —y lo es ya de hecho— en uno de los más sutiles «media» creativos de la época, ella es al mismo tiempo —con igual violencia que el cine o la televisión— uno de los más alienantes instrumentos de la sociedad de consumo. El incesante flujo de imágenes que caracteriza a nuestra época tiene en el objetivo fotográfico su más aguerrido, viejo y tenaz ¬aliado. No hay obra fotográfica que no esté amenazada por su propia naturaleza masiva. Una bella imagen está expuesta a la mejor como a la peor suerte. Ello depende solamente de lo que esa misma imagen encierra de genérico o de particular. Por ejemplo, una manzana fotografiada sobre yerba verde puede igualmente servir como slogan visual para una marca de conservas, como puede también —es el caso de un trabajo mío realizado hace algunos años— contener un principio lírico, particular, inalienable. En este caso, la didascalia relativa, voluntariamente tautológica e inútil, dice así: «Una manzana roja sobre la yerba verde / Es una manzana roja sobre la yerba verde». La ambigüedad de la imagen fotográfica no está, pues, en lo que ella «es», sino en lo que ella propone, o quiere decir, aunque a fin de cuentas «parezca» otra cosa. Los nuevos artistas del objetivo saben muy bien esto, como también saben que, por primera vez, desde el descubrimiento de la pintura al óleo, la fotografía puede convertirse —y ello está ocurriendo con alarmante rapidez— en una de las más estériles y vanas academias. La sociedad de consumo no sería —en escala multiplicada— sino la misma caja de resonancia de la Florencia del siglo XVI con sus múltiples bodegas y «scuole» en donde se plasmaban los nuevos artistas de la paleta. El peligro manierista y académico adviene siempre cuando se utiliza un lenguaje (en realidad la comparación con el lenguaje verbal es inexacta) de probada eficacia, cuya gramática puede ser enseñada y aprendida por cualquiera. La ¬fotografía y la pintura son dos actividades como otras tantas. No necesariamente todos los que las ejercen son artistas. En el mejor de los casos —como en la FIorencia del «cinquecente»— los pintores de oficio, «i mestieranti», son los más difundidos, mientras que las grandes obras, y sus autores, son vapuleados por príncipes, banqueros o papas, según las épocas. La gloria de estos creadores aparece permanentemente mancillada por su condición de siervos de las clases dominantes. Pero si la alternativa parece igualmente improbable, es decir, escapar a la tiranía del capital —principesco entonces, industrial hoy— para caer bajo el yugo de un estado despótico y nivelador, como es el caso de la política cultural en los países socialistas, la única salida para los verdaderos artistas es la toma de conciencia cada vez mayor de su propio rol subversivo dentro de sociedades históricamente taradas, enfermas de la galopante gripe consumista. En este punto no me queda sino hacer estas observaciones de Dwight Mac Donald en su célebre ensayos «Masscult y Midcult»:

 
Una obra de cultura superior aun cuando sea decadente, expresa sentimiento, ideas, gustos y modos de ver una determinada idiosincrasia y el público reacciona a su vez de manera individual. Además, tanto el creador como el público aceptan criterios de valor, que pueden ser más o menos tradicionales. A veces lo son tan poco que resultan revolucionarios, aún cuando Picasso, Joyce y Stravinsky han conocido y respetado las conquistas del pasado mucho más que sus contemporáneos académicos. Se pueden interpretar sus obras como un heroico retorno a fundamentos más antiguos y más sólidos que habían sido sepultados por las baratijas puestas a la moda por las academias. La «Masscult» es indiferente a cualquier criterio de valoración. Tampoco existe ninguna comunicación entre los individuos. El que consume «Masscult» puede hacerlo como quien come un helado y el que produce «Masscult» se expresa a sí mismo tanto como los «stylists» que diseñan las más recientes atrocidades de Detroit.

En nuestro continente —por fortuna aún a la zaga en cuanto a cultura de masa se refiere— el poder alienante de los nuevos «media» no ha llegado todavía al paroxismo que se observa en las sociedades avanzadas. En esta casi virginal reserva de caza, las imágenes poseen una extraordinaria carga de verdad que ningún fotógrafo o camarógrafo puede ignorar. Puesto que no ha habido verdaderos creadores visuales desde los tiempos prehispánicos, tampoco hay todavía un ojo puro capaz de captar el substratum de un pueblo y una cultura en evolución. Y ello porque este pueblo y esta cultura no son una continuación sino la descompuesta carrera de un improvisado caballero sobre un caballo europeo. Las espuelas de plata colonial ya no existen. Las riendas tampoco. Y la cabalgadura parece librada a su propio destino, y sin meta alguna. Millares de peruanos —sobre todo los limeños, con penoso ahínco— añoran y aspiran a un europeísmo postizo, y dan la espalda a un auténtico pasado, sin el cual ningún futuro es posible. Gran parte de la tradicional visión de los vencidos es, precisamente, la de no querer ser lo que son sin poder jamás llegar a ser lo que quisieran ser. El drama se abre, pues, con la llegada de la espada y de la cruz, aunque en realidad el sol prehispánico no se haya puesto todavía.
 
Sol, constelación, signos astrales, criaturas celestes que la imaginación indígena siempre ha colocado en el vértice de la pirámide cultural precolombina. El calendario azteca, las construcciones mayas, los observatorios astronómicos Chavín, los tejidos de Paracas, las líneas de Nazca, etc., no son sino los fragmentos de una portentosa cosmogonía americana cuyos orígenes son aún inextricables. El paisaje mismo contribuye a esta perfecta comunión entre el hombre, la tierra y el cielo. Quizás ningún lugar del planeta posea esa magnificencia espacial que asegura un contacto tan intimo con el universo. Además, la piedra de los Andes, las arenas de la costa y la suntuosidad de la selva bastan para conformar un mundo de materias insólitas que el trajín de la historia ha transfigurado en otras tantas manifestaciones artísticas. Un arte cuya motivación fundamental no fue nunca el ornamento ni la complacencia ni el alarde individual, sino que nació de lo más sagrado del hombre, es decir, de su raíz cósmica, y por lo tanto del sentimiento y la idiosincrasia de todo un pueblo. Ningún cisma entre lo colectivo y lo individual son perceptibles en sus ordenamientos sociales y ello se refleja en sus obras. Puruchuco es ejemplar en este sentido. Su tersa arquitectura ha sido pensada desde adentro, a la manera de una estructura molecular que se desarrolla a partir de un núcleo y se detiene en donde el equilibrio dentro/fuera cae con precisión, como en una balanza.

 
José Casals ha detenido su objetivo en ese mismo punto. Allí donde el puro juego de luces y sombras, de planos y perspectivas, de volúmenes y espacios modulados podrían invitar a un simple festín visual, a una gratuita delectación de la retina, invitan en cambio a la meditación y al sosiego. La morada de tierra trasciende a la dignidad de la arcilla cuando la toca la luz y la rescata de la informe sombra primordial. Pero la sombra, a su vez, balancea el peso de la luz y se derrama en el espacio intraestructural para hacernos visible el silencio. 
Y ciertas animaciones, ciertas vibraciones de la textura mural, ciertos ángulos y estudiadas perspectivas, corresponden con precisión a la matemática elegancia del conjunto. El alma del antiguo peruano de la costa fue una extraordinaria combinación de exactitud —hija de la observación de las estrellas— y de paciente amor a la vida —hijo de la observación de la tierra.
 
La fotografía en blanco y negro, además, corresponde bien a estas dos coordenadas: la óptica y la interior. La mirada de Casals es una sola con la máquina, porque la máquina no es sino un lente, y la PURUCHUCO FOTOGRAFIADA una realidad de papel impreso que no tendría ninguna otra razón de ser si, en primer lugar, no lo fuera para Casals mismo. Su Puruchuco no es la Puruchuco «tout court» del turista. Ni siquiera la de Arturo Jiménez Borja, ni la mía, ni la de nadie. Su Puruchuco es una exclusiva conquista de su mirada, detenida justo en el instante en que ella accede al pensamiento moderno. El infinitesimal pasaje de lo antiguo a lo actual, de lo arcaico-¬estático a lo inmediato dinámico, del adobe a la electrónica, se realiza en esa milagrosa fracción de segundo. Y es ese instante sin tiempo —que la máquina concibe gracias al artista— el que nos emociona y nos coloca instantáneamente fuera del contexto histórico. La anulación del tiempo equivale al silencio. Y el silencio de Puruchuco se escucha también con los ojos, como lo demuestra José Casals.
 
Muy poca cosa es la palabra que no pretenda ir más allá de ella misma. Aunque los signos verbales, a su vez, no puedan sustituir a la realidad concreta. El lenguaje es una convención y como tal, como cualquier código inventado por el hombre, obedece a precisas leyes estructurales. Los más arcaicos ideogramas egipcios proceden de las observaciones celestes y aunque sus correspondientes jeroglíficos son más tardíos, de ellos deriva el alfabeto fenicio, tabla fundamental de nuestras lenguas occidentales. Utilizamos desenvueltamente —en la vida de todos los días, como en la escritura de un poema— entidades de origen astral, signos que —aparte de su sonoridad y grafía— son en realidad cifras. Los signos fenicios, que dan origen al hebreo y al latín, se multiplican luego en familias diferentes, pero no modifican en lo esencial su remoto origen. Como en las fantásticas utopías verbales de Jorge Luís Borges, el saber total de la humanidad podría perfectamente caber en una sola, hipotética cifra que corresponde al número igual de letras del alfabeto, sometido a un super sistema combinatorio total. Valiéndose de otros medios —justamente, debido a la insuficiencia de la escritura— los mismos egipcios edificaron la Gran Pirámide, suma aún indescifrada del saber total de la época y que hoy podría considerarse como la más sofisticada computadora de todos los tiempos. La escritura no es sino un puente precario entre dos realidades tradicionalmente antagónicas: de una parte, el mundo del Yo (o sea el de los orígenes, si se tiene en cuenta la transfiguración de la cifra cabalística 10 —módulo matemático presente en las antiguas mediciones egipcias y base de nuestro actual sistema decimal— en la sílaba Yo) que corresponde al individuo, al reino interior; y de la otra, al mundo natural o exterior.

 
Esta dualidad, —inconcebible en el pensamiento oriental, que se radicaliza definitivamente con el budismo Zen— es en cambio una de las fuentes de angustia más resistentes del pensamiento europeo (así como la alternada necesidad o inutilidad de la palabra se da en el mismo plano con igual virulencia y, consecuentemente, con igual poder de anulación). La creciente oposición exterior/interior, individuo/colectividad, se transforma, en el terreno creativo, en la correspondiente dicotomía arte/vida, tan debatida por la vanguardia histórica de la primera post-guerra, hasta el punto que los ecos de esa batalla siguen llegando hasta nosotros bajo forma de nuevas proposiciones tendientes a resolver el «impasse». Inútil citar aquí entre sus mayores representantes a Marcel Duchamp o John Cage. Muchos otros después (sobre todo algunos de los miembros del movimiento Fluxus, florecido en los primeros años sesenta) entre los que es necesario citar a su más reciente y notable representante, el alemán Joseph Beuys, han afrontado el dilema con talento y audacia. Pero, como dice Octavio Paz:

La oposición arte/vida, en cualquiera de sus manifestaciones, es insoluble. No hay otra solución que el remedio heroico burlesco de Duchamp y Joyce. La solución es la no solución: la literatura es la exaltación del lenguaje hasta su anulación, la pintura es la crítica del objeto pintado y del ojo que lo mira. La metaironía libera a las cosas de su carga de tiempo y a los signos de sus significados; es un poner en circulación a los opuestos, una animación universal en la que cada cosa vuelve a ser su contrario. No un nihilismo sino una desorientación: el lado de acá se confunde con el lado de allá. EI juego de los opuestos disuelve, sin resolverla, la oposición entre ver y desear, erotismo y contemplación, arte/vida. En el fondo es la respuesta de MaIIarmé: el instante del poema es la intersección entre lo absoluto y lo relativo. Respuesta instantánea y que sin cesar se deshace: la oposición reaparece continuamente, ya como negación de lo absoluto por la contingencia, ya como disolución de la contingencia en un absoluto que, a su turno, se dispersa. La no solución que es una solución, por la misma lógica de la metaironía, no es una solución.

La PURUCHUCO ESCRITA no sería, pues, sino una aberración verbal si ella quisiera sustituir (a la manera de un torpe restauro, que anulase su dimensión temporal) a la Puruchuco arqueológica. La estratigrafía cultural a la que, sucintamente, la he sometido en estas notas, junto con las imágenes de José Casals, no revela ninguna capa de materia verbal. A no ser que estas mismas palabras —como en los basurales arqueológicos— no estén indicando ya su propia necesidad o inutilidad. Si un tentativo de ordenamiento ha sido necesario para acercarnos a la hermética compostura de la edificación, ninguna humildad es suficiente, sin embargo, para contemplar y comprender las obras de nuestros antepasados, porque muy pocos entre nosotros los reconocen como tales. La ruptura provocada por la conquista ha sido siempre una coartada para eludir esta realidad histórica. Las clases dominantes peruanas, y las pseudo dominantes, se sintieron más bien herederas de los conquistadores. Digamos que reconocieron al padre, más no a la madre. ¡Cuando en verdad se trataba de madre noble y de padre aventurero! Este trágico vaudeville histórico no ha terminado todavía, y si no fuera por los estragos que él sigue produciendo, bien me guardaría yo —y los pocos que nos sentimos colmados— de compartir tan admirable herencia.

 
Abandonada la posibilidad de una interpretación verbal, la PURUCHUCO ESCRITA deberá comenzar a partir de su lectura in situ. Lectura que un mestizaje caótico y vergonzante no permite efectuar cabalmente. Cada peruano, cualquiera que sea su etnia local o foránea, deberá acceder un día al conocimiento, y reconocimiento, de nuestro inmenso pasado con la misma, y aún mayor emoción con la que hoy asimila la cultura occidental. Un error de óptica —unido a la cruel estupidez del colonialismo español— relegó al pueblo indio y a su cultura a una condición sub humana que hoy todavía le impide existir plenamente. Artistas espléndidos, ingenieros asombrosos, sacerdotes en la más alta acepción del término, astrónomos, matemáticos, arquitectos, autores de organizaciones sociales avanzadas, estos antepasados nuestros, poseedores de una cuantiosa sabiduría aún sumida en el misterio, parecen ser la vergüenza de muchos peruanos. Insólita aberración histórica —única sobre la faz del planeta— ésta de menospreciar, o por lo menos ignorar, el propio pasado. La tranquila belleza de Puruchuco deja indiferentes a los admiradores del barroco colonial, o de las más espúreas derivaciones del estilo cortesano francés del siglo XVIII, cuando no de las penosas versiones criollas de la arquitectura nórdica europea. Esta simiesca orfandad ha generado ese extraordinario muestrario del «Kitsch» internacional que hoy prolifera en algunos de los barrios de la capital. 

Motivo de bochorno para los peruanos de calidad, y de benévola sonrisa para muchos extranjeros, tales forúnculos no desaparecerán del rostro de la metrópoli mientras no desaparezcan sus atribulados prejuicios colonialistas. Pero este complejo cuadro sociológico —imposible de pasar bajo silencio— ¬rebasa ya el campo de estas reflexiones.
 
Escribir sobre Puruchuco significaba también hacerlo desde una determinada posición individual. La mía es la de un peruano que, quizás con retardo —típico de nuestra historia— ha descubierto su propia identidad con euforia. La distancia, ciertamente, me ha dado una perspectiva, amén de la necesaria preparación y lucidez, que de otra manera no habría tenido. El festín y la felicidad de sentirme uno con mi pueblo, en toda su riquísima gama, acaba de comenzar para mí.
 
Antes de abandonar el luminoso recinto, remitámonos de nuevo a nuestro cicerone, Arturo Jiménez Borja:

Terminada la visita quedamos otra vez frente al paramento que envuelve exteriormente los cuatro lados de Puruchuco. Este lienzo majestuoso, pero inexpresivo, como máscara, representa la fachada de la casa. Exterior que nuestra arquitectura cuida y compone cuidadosamente. Aquí por el contrario el desnudo muro no ofrece otra manifestación que sobriedad, hermetismo y silencio. No hay ventanas ni nada que perturbe tanta serenidad. Una sola puerta sirve de acceso indispensable. El aislamiento es mayor si se considera que este único pórtico está situado de espaldas al valle, mirando a lo áspero de la montaña.

Esta aparente severidad, esta concepción como claustro o cuartel, esconde en realidad una profunda dulzura y, como ya sabemos, no fue concebida para otro fin que la existencia cotidiana. Es imposible no tenerlo en cuenta, cuando toda la edificación parece hecha a mano, sobre un módulo antropométrico. Es imposible no percibir la estatura media de sus habitantes y el ancho de sus hombros en la altura de los techos y la apertura de las puertas, la medida de sus pasos en los escalones, o la de sus brazos abiertos en determinados pasadizos (3). Esta dorada sinfonía de quincha y adobe ilumina nuestra conciencia a partir de este sencillo concepto: que la vida humana, la vida sobre la tierra, el lugar del hombre sobre ella y su propia dimensión sagrada, son una misma y única cosa; que las materias humildes, de las cuales estamos hechos —como el (bíblico) barro, por ejemplo— son igualmente una sola cosa con nosotros y con la luz del cielo, una preciosa y única cosa como la esfera de tierra en que vivimos y que rueda por el espacio, lentamente cocida por el sol. Nuestra visita a Puruchuco ha quizás terminado, pero Puruchuco no cesará jamás de acompañarnos, puesto que ella ya no será para nosotros sino el más puro emblema de nuestra condición terrestre.


(1) Los trabajos de Victoria de la Jara sobre los “tocapus” inca o los de Iaccolev sobre los “pallares”, entre otros, merecen sin duda mayor respeto, pero, por cuanto tengo entendido, no reúnen los caracteres básicos de una verdadera escritura, es decir, no parecen alcanzar la complejidad estructural mínima de los auténticos códigos escritos.
(2) “Quincha”, en lengua quechua, es la armazón de cañas que sirve de sostén a los techos y paredes de barro en las construcciones de la costa peruana.
(3) Es imposible no realizar una somera aproximación entre la arquitectura de la costa del Pacifico peruano y la arquitectura japonesa. La misma raíz antropométrica, la misma impecable planta ortogonal, el uso escenografico del espacio y de las paredes tratadas a manera de biombos (móviles en el Japón, fijo en el Perú, quizás únicamente por razones de material), y por ultimo, la desnudez de los ambientes interiores, desprovistos de muebles y sustituidos por los “tatami” en el Japón, y por las “esteras” en el Perú. Añádase a eso el uso domestico de las hornacinas para el culto floral japonés (Ikebana) y para el uso ritual de las “conopas” peruanas, amén de ciertos rasgos comunes en la cerámica de ambos lados del océano –ya observados por algunos estudiosos, como Levi Strauus- y el cuadro se nos aparece de una inquietante semejanza, aun cuando queramos convencernos que se trata tan solo de funciones similares dictadas por ambientes naturales semejantes. Observación, esta ultimad, bastante inexacta si se tiene en cuenta la dulzura del entorno oriental comparada con la austeridad de nuestro desierto costero. No habría que confundir, en todo caso, la refinada espiritualidad de los jardines zen de Kyoto con los bellísimos arenales del Pacifico peruano, aun cuando este ultimo paisaje haya dado origen otras no manos enigmáticas concepciones espirituales.

miércoles, 18 de marzo de 2009

HUAMÁN, CORNEJO Y LA CEGUERA O CUANDO LA VERDAD MOLESTA/ POR JOSÉ ROSAS RIBEYRO


HUAMÁN, CORNEJO Y LA CEGUERA O CUANDO LA VERDAD MOLESTA

POR JOSÉ ROSAS RIBEYRO



La verdad duele, la verdad molesta, la verdad es lo que rechazan quienes han convertido su ideología en fe religiosa y creen tener así una base sólida en que apoyarse para combatir lo que la verdad de los hechos pone en cuestión en las elaboraciones de una ideología perfectamente cerrada a toda crítica. Yo no soy de los que creen que la eliminación de las ideologías es la panacea universal, pero sí creo que ésta tiene que ser sometida constantemente a la crítica, a todas las críticas posibles, de tal manera que, como lo quería Sartre, se llegue a pensar contra sí mismo. Esto viene al caso porque he leído en estos días dos textos de Bethsabé Huamán Andía, uno de ellos, “Mujeres, escritura y poder. El caso de María Emilia Cornejo”, dado a conocer en el espacio virtual de Sol negro gracias a Paul Guillén, y el otro, que comentaré más brevemente, titulado “Género y laicidad en el Perú. Discursos, representaciones y literatura” que ha llegado a mis manos sin que yo sepa bien cómo. Son dos textos que tienen el aspecto exterior de análisis serios, la estructura de trabajos académicos debidamente reflexionados. Sin embargo, cuando se los lee se les nota un defecto central: su rechazo absoluto de la verdad de los hechos y la atribución a otros, como yo, de prejuicios provenientes de la propia ideología acrítica de la autora. No por nada, al leer el primero de ellos en Sol negro, el crítico Gustavo Faverón (con quien no siempre estoy de acuerdo) lo comentó en su blog Puente aéreo poniendo frente a frente una frase de Bethsabé Huamán y otra de Alan García. El demagógico presidente de los peruanos “aconsejó” a Barak Obama en un discurso, que no dijera la verdad sobre la grave crisis económica por la que pasan actualmente los Estados Unidos y el mundo en general, y la enceguecida feminista al final del primer artículo mencionado escribe con todo desparpajo: “Es muy grave lo que está en juego en relación con María Emilia, no tanto por el hecho de que haya escrito o no los poemas, que está claro que la esencia es suya aunque haya sido trasformada la forma, sino por la repercusión simbólica que ello tiene sobre la posibilidad de conformar una tradición artística y una identidad” (los subrayados son míos). El fin justifica los medios para Bethsabé Huamán, a tal punto que no le interesa en absoluto la verdad sobre los textos en cuestión. ¿Hay crisis? Mejor no hablar de ello. ¿Hay crímenes? Mejor cerrar los ojos. ¿Los tres poemas de M. E. Cornejo más elogiados por la crítica y los lectores de uno y otro sexo (y no sٕólo por mí, Bethsabé), no fueron escritos por ella tal como se conocen? Mejor no saberlo y que no lo sepa nadie, porque resquebrajaría una construcción simbólica que se ha erigido sea sobre la mentira (en el caso de los que saben desde hace décadas que Elqui Burgos y yo “armamos” los tres poemas famosos y nunca lo mencionaron en sus “análisis”), sea sobre la ignorancia. Y ni una ni otra de estas dos vertientes puede justificarse actualmente. Este mismo fragmento del texto de Huamán lo comenta y critica Paolo de Lima en su blog Zona de noticias, destacando él, por su parte, que la “forma”, que para ella no parece tener ninguna importancia, sí que la tiene para Carmen Ollé, prologuista de la segunda edición de En la mitad del camino recorrido, la reunión de todos los textos de M. E. Cornejo, cuando escribe: "el estilo, como expresión, es el que impone la calidad, y no el tema, como se cree, el que alcanza la intensidad en un texto literario" (los subrayados son míos). Tiene razón mi amiga Carmen: el “estilo”, la “forma”, es esencial en la literatura, como lo sabe bien cualquiera que escriba con conciencia de lo que hace. Y el “estilo”, la “forma” de los tres poemas en cuestión se lo aportamos Elqui y yo a los textos de base, que sí eran de M. E. Cornejo. Y fue así aunque a algunos les moleste.No voy a argumentar aquí sobre todo lo que Bethsabé Huamán afirma de manera más o menos antojadiza, y a menudo con construcciones mentirosas, en los artículos antes mencionados. Es evidente, me parece (aunque puedo equivocarme sobre la evidencia de las cosas) que ella también (como Silva Santisteban y Pollarolo) aborda el tema que planteé en “María Emilia Cornejo: el lado oculto de un mito” (Intermezzo tropical, n°5, diciembre 2007) utilizando sólo en parte el cerebro y con demasía el hígado. Comprendo que no le haya gustado que yo terminara aquel artículo citando una frase suya, “María Emilia Cornejo es la verdadera precursora de una vivencia de la poesía desde la mujer” (“Fábula de dos hermanos”) y afirmando sobre ella que me parecía una visión simplificadora y un juicio arbitrario y exagerado. Pero ya que pretende situarse en un ámbito más bien académico (y no sólo periodístico y pugilístico como fue en el caso de las respuestas de las dos polemistas antes mencionadas, y calumnioso en el caso de Diana Miloslavich, dirigente de “Flora Tristán”), hubiera debido, creo, avanzar argumentos más sólidos.Empiezo, pues, por unas referencias al artículo de Huamán, “Género y laicidad en el Perú”. En dicho texto M. E. Cornejo aparece tras una enumeración de mujeres que fueron censuradas y maltratadas debido a su trabajo artístico e intelectual: a Felipa Obligado le allanaron la casa, a Clorinda Matto de Turner la excomulgaron y deportaron y etcétera. Después, sin que se sepa bien porqué, se menciona a Cornejo y, por supuesto, a los dos malos de la película: Elqui Burgos y el que esto escribe. ¿De qué nos acusa la comisaria Huamán? De habernos “arrogado la autoría” de “los que califican como los mejores versos de María Emilia Cornejo”. Es decir, de algo que nunca he reivindicado yo en lo que he escrito sobre el tema y menos aún Elqui Burgos, que ha preferido sobre todo guardar silencio y confirmar sólo con una frase que lo que he dicho en uno y otro sitio, es cierto. Huamán va luego más lejos cuando escribe que M. E. Cornejo “ha sido recuperada del olvido en que había caído su obra por su temprana muerte.” ¿De qué olvido habla? Muy poco tiempo después de que Elqui y yo estructuramos los tres poemas y que luego, en agosto de 1973, publicó el siempre recordado Isaac Rupay en su efímera revista Eros, dos de ellos aparecieron (a sugerencia de Hildebrando Pérez) en el segundo tomo de la antología de poesía peruana que preparara Alberto Escobar para una colección popular de libros que se difundía por decenas de miles de ejemplares. Sólo habían transcurrido pocos meses entre una y otra publicación y María Emilia Cornejo, a quien nadie conocía hasta entonces como poeta, se volvió súbitamente famosa. Aquellos tres poemas convirtieron a la joven estudiante sanmarquina católica y atormentada por unos demonios interiores que la habían empujado al suicidio, en una poeta modélica. No mucho después, dos o tres de estos textos que la mayoría de los críticos, y no sólo yo, consideran que son los más importantes (ver, por ejemplo, en Intermezzo tropical n°4, julio 2006, la interesante encuesta “Soy la muchacha mala de la historia”) han seguido siendo incluidos en una y otra antología de la poesía peruana, por ejemplo, en las dos elaboradas por Ricardo González Vigil. Afirmar, pues, que la “obra” de M. E. Cornejo había caído en el olvido es, una vez más, completamente arbitrario y mentiroso. Esa “obra” no existía aparte de los tres poemas aquellos y unos textos más, de calidad muy inferior y temática “social” más que “erótica”, que había publicado con seudónimo en una revistilla, creo, del taller de poesía de San Marcos. Hubo que esperar el año 1989 para que apareciera En mitad del camino recorrido, libro en el que se incluyen los demás textos y apuntes de M. E. Cornejo. Sin embargo, durante esa larga década transcurrida, como digo, los tres poemas célebres nunca fueron olvidados. Es, pues, una reacción puramente colérica de Huamán, una reacción ciega y hepática, acribillarme verbalmente por haber dicho yo, según ella, que Cornejo “era sólo una chica que empezaba a escribir.” Los hechos no mienten estimada investigadora, le gusten a usted o no. Es más, ya furiosa, afirma Huamán que M. E. C. “es una poeta y lo que ella dijo, como sea que lo dijo, en los versos inconclusos que se publicaron en La mitad del camino recorrido, serán a pesar de Rosas y Elquis (sic) y a pesar de todos los que quieran silenciar a las mujeres, reales.” Ese “como sea que lo dijo”, que para la investigadora sectariamente feminista no parece tener ninguna importancia, es la clave del problema, porque es allí donde se sitúa la existencia misma de la poesía. Vuelvan a leer más arriba lo escrito sobre ello por Carmen Ollé, a quien no quiero creer que Huamán considere una irremediable machista. Lo peor, sin embargo viene después, cuando Elqui Burgos, por no sé qué razón, y yo, por haber dicho cómo se estructuraron los poemas en cuestión, somos incluidos en la lista de quienes “quieren silenciar a las mujeres”, o sea, tipos que… ¡seríamos iguales a quienes atentaron contra la libertad de expresión de Felipa Obligado y Clorinda Matto de Turner!, cuyos casos ha mencionado un poco antes. Si no fuera grave lanzar una acusación de tal calibre, me moriría de risa por lo que tiene de absurdo. Elqui y yo hicimos todo lo contrario de lo que imagina Huamán: en el anonimato total, con espíritu de confraternidad para con la compañera sanmarquina trágicamente fallecida, trabajamos al alimón para dar forma estructurada a algunos textos que ella, al suicidarse, dejó inconclusos. Luego, esos textos se publicaron, se volvieron famosos, y nosotros, transformados una vez más por Huamán en los malos de una mala película, terminamos en su discurso siendo quienes queremos silenciar a las mujeres. ¡Alucinante! Huamán deja de ser “investigadora” para pasar a ser una militante de esas que creen que, en el combate por su causa, vale todo. Ya lo decía alguien, ¿no?: el fin justifica los medios.
Finalmente, en ese mismo artículo, Huamán escribe: “la literatura femenina no se creó con María Emilia Cornejo, como pretende Rosas, sino que existe desde siempre, sólo que avanza por los silenciosos caminos de lo marginal.” Por un lado, nunca he “pretendido” semejante estupidez, no lo he escrito ni dicho en ningún sitio, y, probablemente antes de que Bethsabé Huamán llegara al mundo, yo ya conocía a Sapho y había leído a innumerables escritoras, poetas o prosistas, a muchas de las cuales sigo leyendo hasta ahora. Algunos nombres: Blanca Varela, que es de lo mejor de la poesía peruana contemporánea y a quien entrevisté en París para la radio sin poder esconderle mi admiración, Sor Juana Inés de la Cruz, Flora Tristán, Louise Michel, Elsa Morante, Emily Dickinson, Margueritte Yourcenar, Virginia Wolf, Anaís Nin, Agota Kristoff, Marguerite Duras, Susan Sontag, Nathalie Sarraute, Catherine Millet y… ¡hay tantas! Y ninguna de ellas, y muchas más que podría mencionar, “avanzan por los silenciosos caminos de lo marginal”. Incluso en el Perú, donde muchos de los mejores poetas actuales son mujeres, éstas no son particularmente marginales. No lo es mi amiga Carmen Ollé (Noches de adrenalina es un gran libro suyo), ni Rocío Silva Santisteban, ni Giovanna Pollarolo, ni Rosella di Paolo, ni mi amiga Rosina Valcárcel, ni Andrea Cabel, ni Victoria Guerrero, ni Montserrat Álvarez ni tantas otras mujeres, poetas y/o narradoras, que menciono aquí sin tomar en cuenta el hecho, en parte subjetivo, de que la obra de unas me guste más que la de otras. En todo caso no lo son más ni menos que cualquier otro peruano del Perú, y perdonen la tristeza. Aunque sí pueden serlo, en cambio, las mujeres de los sectores populares que, a menudo, son doblemente explotadas. Pasemos ahora a “Mujeres, escritura y poder. El caso de María Emilia Cornejo”, el texto de Bethsabé Huamán que se puede leer en Sol negro. No pretendo refutarlo en su integridad, aunque en verdad lo merece. No es mi labor, creo, y habrá otros más capaces que yo para enfrentar la extraña lógica que se maneja a menudo en los llamados “estudios de género”. Sin embargo, comenzar diciendo: “la literatura ha sido históricamente desarrollada por hombres” significa, por un lado, ignorar la historia universal y, por otro, ignorar la literatura de más allá de nuestras fronteras, porque en otras latitudes y desde hace siglos, ha habido mujeres escritoras. Incluso excelentes escritoras. Y pretender entonces que sólo a las mujeres les faltaría tiempo, espacio y medios económicos para desarrollar una vocación literaria o artística, es una demostración más de que Huamán ve el mundo con anteojeras y no con los anteojos de azufre de César Moro. Tiens! César Moro, por ejemplo, sobrevivió en París ejerciendo diversos oficios “humildes”, jardinero, profesor de baile, etc., y en el Perú se vio obligado a ser profesor del colegio militar. Pero eso no le importa tampoco a Huamán.Más adelante, atribuirme a mí o a cualquier otro ser medianamente inteligente e informado, la idea de que habría una “imposibilidad de la mujer para escribir” y la intención de “impedir a las mujeres el ejercicio de la palabra”, es tan descabellado como pretender que el Perú podría acoger los Juegos Olímpicos en los próximos años, lo cual se le ocurre a un presidente del Perú que es tan enemigo de la verdad como Bethsabé Huamán. Así que, mejor ni responder a eso. No tiene sentido. Por el contrario, sí merece detenerse para poner en evidencia la “mala fe” (utilizo una expresión que Huamán emplea) de su parte cuando me critica porque hago referencia al “mundo desgarrado, angustiado, autodestructivo y muy personal que se percibía en los apuntes desordenados, ‘dislocados’” de M. E. Cornejo, para luego afirmar ella misma que había en ella “algo íntimamente conflictivo, doloroso, insalvable” que “la llevó a renunciar a las palabras e instalarse en el silencio”, o sea, que la empujó al suicidio. Huamán, en este caso, dice más o menos lo mismo que yo. No obstante, si lo dice ella está bien y si lo digo yo no, porque en mi caso sería un intento machista de “victimizarla”. Nada más lejano de mi manera de ver las cosas que andar buscando víctimas por todas partes, lo cual, en cambio, me parece una manera corriente hoy en día de asumir las actitudes reivindicativas. Cornejo no fue víctima de ningún ostracismo particular, aunque vivió en un país falócrata y perteneció a un medio católico. Y yo, por mi parte, no soy víctima de nada, porque cuando escritoras como Pollarolo y Silva Santisteban me responden con palabras insultantes y Diana Miloslavich con calumnias, sé muy bien que me lo he buscado porque atacar a los mitos es como maldecir a Dios. Ya lo decía César Moro al concluir su presentación de la efímera revista que fundó en 1939 con Emilio Adolfo Westphalen: “El Uso de la Palabra escupe a la bestia fascista y a la bestia estalinista. Quiere decir que se atiene a todas las consecuencias.” Hoy, tal vez, habría que cambiar sencillamente los términos “fascista” y “estalinista” por otro. Adivinen cual.Y, justamente, al insistir Huamán en la participación de Pollarolo y Silva Santisteban en la polémica sobre la poesía de Cornejo, recurre una vez más a la mentira. Escribe que “sus poemas son según su parecer (o sea el mío) malos”, cuando lo único que he dicho es que dentro de la poesía escrita por mujeres, mucha de la mejor poesía del Perú, no es la de ellas dos la que cuenta con mi preferencia. Una cosa es el gusto y otra la calidad estética. Por ejemplo, yo le reconozco a Lezama Lima la enorme calidad literaria de su obra, pero Paradiso no me gusta. Es así. ¿O es que por obligación, para no ser “machista”, tendría que gustarme toda poesía escrita por mujeres? Por favor, Bethsabé, ¡un poco de tolerancia no hace daño! También es completamente falso que yo haya insultado en algún momento a María Emilia Cornejo, y eso lo admite incluso Rocío Silva Santisteban, quien destaca el respeto con que la trato en mi artículo de Intermezzo tropical. ¡Cómo voy a insultar a alguien, joven como yo hace más de treinta años, que me apenó profundamente con su suicidio y me estremeció al descubrir yo sus textos secretos!

Otra afirmación caprichosa de Huamán: yo habría argumentado a favor de la existencia de una literatura asexual. ¿Dónde?, ¿cuándo? ¿Y por qué lo haría si pienso todo lo contrario? Precisamente, en “Mis encuentros con César Moro”, un artículo que apareció en el n° 7 y 8 (octubre de 2003) de la revista Martín, sostengo que incluir al poeta de La tortuga ecuestre dentro de “una tendencia adicta a lo que suele llamarse la pureza”, como lo hacen Mirko Lauer y Abelardo Oquendo en Vuelta a la otra margen (Casa de la Cultura del Perú, 1970), es un error garrafal porque Moro es un poeta profundamente sexual y la pureza se caracteriza, sobre todo, por ser asexual. Éste es sólo un ejemplo, podría añadir otros y decir entonces que yo, hace poco más de cuarenta años, en la revista Estación reunida (n° 4-5, mayo-junio de1968) publiqué el poema más sexual que, hasta ese entonces, se había dado a conocer en el Perú. Se titula “Marya entre los cuartos las calles y las playas de Lima” y aborda la sensualidad del cuerpo sin medias tintas. Es mediocre y hoy no lo incluiría en un libro ni lo publicaría tal cual en una revista, pero en su momento causó revuelo, dio mucho que hablar y hasta mereció una crítica tan puritana como escandalizada de Mirko Lauer. Creo que alguien lo incluyó alguna vez en una antología de poesía erótica peruana, pero de eso prefiero no saber demasiado. Otra cosa: si Bethsabé Huamán fuera una investigadora seria, antes de aventurarse a hacer afirmaciones caprichosas sobre una supuesta defensa mía de la “literatura asexual”, debería haber leído antes mis libros (no es difícil, sólo son dos hasta ahora) y algunos de mis artículos, como ése que menciono, sobre César Moro.¿Qué más decir sobre este asunto? Pues que, finalmente, toda la argumentación de Huamán tiene un solo objetivo: presentarme como un asqueroso machista, para hacerme pagar así la osadía de haber revelado la verdad sobre el caso Cornejo. Verdad que le es insoportable. Verdad que le es inadmisible. Verdad que cree necesario negar recurriendo a cualquier argumento, incluso los más absurdos. No voy a defenderme aquí de la fácil acusación de machismo, pero quiero informarle a Bethsabé que ella no había nacido aún probablemente, cuando yo ya participaba con grupos de mujeres en la movilización en favor de reivindicaciones muy concretas (no fantasmagóricas): igualdad de derechos entre hombres y mujeres, igualdad de salarios, derecho al aborto incluso para las trabajadoras pobres y las indocumentadas, etc. Si el feminismo es eso, la defensa de los derechos no reconocidos a las mujeres, entonces estoy de acuerdo con las feministas. Pero si, en cambio, significa manipular la verdad y utilizar a personas como María Emilia Cornejo y los textos que dejó inéditos al escoger la muerte, para transformarla en abanderada de una causa que no fue la suya, entonces no estoy de acuerdo, porque el feminismo se habría convertido en ese caso en una ideología ajena a la crítica, con tendencias autoritarias y bastante intolerante. Que el Movimiento Flora Tristán edite la obra valiosa y rebelde de la autora de Peregrinaciones de una paria me parece una excelente iniciativa, pero que ese mismo movimiento, a través de una de sus dirigentes, me acuse de violador (no simbólico sino real) porque he querido establecer la verdad de un fenómeno literario me parece escandaloso. Huamán, lamentablemente, recurre al mismo tipo de argumentos y compara mis revelaciones a una violación física de Cornejo para luego, al pie de página, permitirse una acotación que, supongo, se quiere irónica: “de una violación puede salir siempre un producto, no sabían lo que vendría luego, lo que engendrarían.” Si el feminismo fuera sólo eso, sería una vergüenza. Felizmente no siempre es eso.Quiero concluir refiriéndome a un texto que descubrí mientras preparaba éste. Forma parte de “Sombras de vidrio. Antología de la poesía escrita por mujeres, 1989-2004” (Ajos y zafiros, n° 6, diciembre de 2004) y lleva la firma de Alberto Valdivia Baselli. Aunque tiene algunas inexactitudes, como decir que cuando murió en 1972 Cornejo dejó textos “desperdigados en revistas”, cuando en verdad, como ya lo recordé anteriormente, sólo había dado a conocer tres o cuatro textos en una revistilla de San Marcos, y afirmar, en completa contradicción con lo que se decía más arriba y, probablemente, siguiendo a Roland Forgues, que sólo se conocía “su poema ‘Soy la muchacha mala de la historia’ antologado por Alberto Escobar”, cuando en realidad éste incluyó dos de los tres que habíamos estructurado Elqui Burgos y yo, o sea, “Soy la muchacha…” y “Como tú lo estableciste”. Pero pasemos, lo más interesante viene luego. “Los poemas que publicó en vida anunciaban algo nuevo”, escribe Valdivia Baselli, y suscribo por completo lo que dice. Pero más tarde, en 1989, apareció En la mitad del camino recorrido y entonces, dice, “pudimos hacer un análisis más certero de su capacidad poética”, “una lectura menos apasionada que la de Martos y Forgues.” (Sus razones tendrían y algún día se sabrán, ¿no?) Y tras esta lectura, ¿qué se descubrió? Pues, “el no tener mayor trascendencia poética y estética.” Más adelante, Valdivia Baselli va aún más lejos en su apreciación negativa, pero, extrañamente, Bethsabé Huamán, que yo sepa, no le ha respondido hasta ahora con las acusaciones de asqueroso machismo con que me ataca a mí. Cito: “En 1989 se publica ‘En la mitad del camino recorrido’, libro póstumo que debería demostrar la calidad prometida por sus mayores promotores (entre ellos Marco Martos, insisto yo) y, además, sus posibilidades de validación como mater poeticae de una ‘generación’, una década entera. El libro, sin embargo, sólo demuestra el fiasco.” Y más adelante, agrega Valdivia Baselli: “los referentes manidos y, en algunos casos, demasiado obvios para innovar poéticamente se destruyen ante un ropaje de estructura confesional y contestataria.” Sólo me queda añadir que esta intención contestataria es una deducción a posteriori, ya que en vida de Cornejo sus textos sólo fueron una revuelta íntima, secreta, contra la existencia que llevaba en un medio católico que, pese a que se reivindicaba de “izquierda”, era tan o más mojigato que gran parte de la izquierda peruana de la época. Sobre esto y la interesantísima encuesta sobre María Emilia Cornejo publicada en Intermerzzo tropical n° 4, en la que varias mujeres (Montserrat Álvarez, Carmen Ollé, Rommy Sordómez y Alessandra Tenorio) entregan sus respectivos puntos de vista sobre la poesía de Cornejo, Bethsabé Huamán no ha escrito ni una palabra. Parece que para aplacar su furia de feminista sectaria le bastara con atacarme a mí y coronarme como el rey de los machistas. Yo creo, sinceramente, que el tema merece más que eso..
París, 13 de diciembre de 2008


Crédito de la fotografía de JRR: Lucila Walqui